EL CLARO

 


         

 

Al despertar, en mitad de la noche, estaba solo. Con cierta extrañeza, pues no entendía a dónde podía haber ido Sonia a aquellas horas de la madrugada, se incorporó y abrió la cremallera de la tienda. Asomó la cabeza, hacía un frío polar. Miró alrededor del pequeño campamento: ni rastro de ella.

«Qué raro...»

Se abrigó a toda velocidad, nervioso, y salió al exterior. Noche fría, pero en calma, apenas se escuchaba el viento atravesar la arboleda donde se hallaba. Encendió la linterna y buscó cerca, esperando encontrarla, deseando que tan solo hubiera ido a orinar. Era invierno y pocos se atrevían a hacer noche en el monte. El lugar estaba desierto, no había nadie en aquel valle enconado entre montañas. Lejos de cualquier pueblo cercano, perdidos en medio de la nada, tampoco recordaba haberse cruzado con coche alguno por el camino desde que dejaron atrás el diminuto pueblo que daba nombre a aquel lago remoto.

Preocupado, empezó a llamarla. Primero tímido, a medida que ampliaba el radio de búsqueda sin obtener resultados, su llamada ganó en decibelios. La respiración, agitada, no le dejaba concentrarse del todo. El vaho que salía por su boca por momentos le nublaba la visión, haciéndole trastabillar en alguna ocasión.

«¿Dónde estás?», se dijo angustiado.

Oyó algo, en la lejanía, leve. No supo identificar qué era. Volvió en dirección a la tienda. Deshizo sus pasos guiado por la luz de la linterna, apuntando en todas las direcciones y llamándola, esta vez de nuevo en susurros. Aquel ruido lejano le había traído a la cabeza la suposición de que quizás no estaban solos en aquel lugar, y de ahí pocas hipótesis tranquilizadoras podía sacar en aquel momento.

A distancia de allí, volvió a escuchar ruido. Voces, esta vez identificadas con claridad. Diríase que reconocía cierta algarabía en ellas. Se concentró, buscando el lugar exacto de donde provenían.

«Vienen del otro lado del lago.»

Se dirigió a la orilla y comprobó que, efectivamente, al otro lado había gente. Percibía luz, hogueras, e incluso cánticos, ahora sí, de manera clara.

«¿Sonia estará allí?»

Suponiendo que la única respuesta a su pregunta era que sí, tomó la pequeña barcaza que tenía preparada para pescar a la mañana siguiente, y se adentró en el lago iluminado por la luna llena, que por fin asomaba tras las nubes, haciendo innecesario el uso de la linterna.

Remaba en silencio, con habilidad. No quería que le descubrieran. No sabía qué iba a encontrarse allí. A medida que se acercaba a la otra orilla, se hizo el silencio allá donde debía desembarcar. No se había percatado de esto, hasta que el sonido de las palas al chocar contra el agua se convirtió en lo único que se podía detectar en la noche. Sin señales de la fauna nocturna, del suave susurro de las copas de los árboles, ni un solo chapoteo a su alrededor. Solo silencio, absoluto y terrorífico silencio.

Con más sigilo aún, recorrió el último tramo del trayecto, hasta que llegó a su incierto destino. Al pisar sobre terreno firme, una densa neblina comenzó a cubrirlo todo. Bajaba desde el bosque que se formaba sobre la pequeña loma que tenía ante sí. Desperdigada por todos los rincones del solitario paraje, la bruma, hacía imposible vislumbrar lo que uno tenía delante más allá de escasos tres metros.

Con una valentía que desconocía poseer, se internó en la niebla, adentrándose en el bosque tras la colina. El silencio, abrumador, era desconcertante. Quería gritar para comprobar que no se había quedado sordo, pero algo en su interior le decía que la búsqueda en la que se hallaba no era de esas de dar alaridos con el nombre del desaparecido, pues algo maligno acechaba en la noche, entre la densa bruma, entre la arboleda, bajo la luna que ahora había desaparecido bajo aquel manto gris.

Encendió de nuevo la linterna y, a tientas, avanzó como pudo, apoyándose en los troncos de los abedules que predominaban entre otros de su especie, fijándose bien en no tropezar con ramas caídas en el suelo.

«A este ritmo si encuentro a Sonia será un milagro. ¿Por dónde voy? No escucho nada… ¿Dónde están esas luces que vi desde el otro lado? Esas voces… desaparecidas…»

El miedo volvió como ese vicio insano que nunca te abandona, que late calmado, imperceptible, siempre presente, al acecho, esperando tu debilidad, sabiendo que llegará su momento.

«No pienses, no flaquees. Ahora ya es mejor seguir que volver. Afróntalo.»

El cansancio le empezaba a pesar. La razón le empezaba a fallar y todo empezaba a carecer de sentido, vagaba sin más, y ya ni si quiera pensaba en el objetivo de encontrarla, tan solo deambulaba, agotando su escasa energía. Aun así, en una de sus paradas para tomar algo de aliento, a su derecha percibió lo que parecía un sendero por donde la niebla no era tan espesa. Lo siguió de manera inconsciente, corroborando que por aquel camino la visibilidad mejoraba notablemente. El camino serpenteaba por el bosque como si alguien diluyera las nubes a su paso, permitiéndole avanzar con ligereza y con un mínimo de esperanza.

Divisó en lo que parecía el final del camino una cabaña. La observó desde la distancia con recelo. Algo extraño emanaba de aquella solitaria edificación. Era de planta circular, con paredes de piedra y puerta de hierro. El techo estaba formado por un denso follaje, del que sobresalía una chimenea bastante alta. Ensimismado en su descubrimiento, no se había percatado de que el bosque había cobrado vida de nuevo a través de los sonidos de sus habitantes: pequeños animales escurridizos, hojas bailando empujadas por el viento, algún que otro lejano bramido…

            «No me queda otra que entrar en esta cabaña.»

            No tocó en la puerta. No era una casa donde se sintiera bienvenido. De hacer algo allí, de ocurrir algo entre esas paredes, lo que tuviera que pasar pasaría sin previo aviso.

            «Si es que no me están esperando…»

            El corazón se le aceleró. Con la respiración entrecortada y los músculos rígidos giró el pomo de la puerta con absoluta delicadeza. Costó más de lo que pensaba empujarla, llegando a pensar por momentos que estaría cerrada de algún modo que desconocía, ya que no había cerradura.

            El olor de la casa era nauseabundo. Amagó con vomitar. No había ventanas, como había sospechado. Todo formaba una única estancia. Unas sillas de madera, parecidas a tronos, formaban un círculo en el centro de aquel lugar. De madera oscura, talladas, de cortes rectos.

            «Esto debe tener años y años»

Intentó mover una mientras observaba. Imposible. Las rodeó y se introdujo en el círculo que formaban. Allí, en medio de esos tronos, atisbó por primera vez donde podía hallarse.

«Brujería…»

El suelo estaba cubierto por símbolos de todo tipo, donde destacaba una enorme estrella de ocho puntas. El estómago le indicó que volvía a tener miedo. Darse cuenta de que podía estar metido en algo que escapaba a su entendimiento, de que algo que jamás se había planteado que pudiera existir estuviese allí, delante de él, materializándose como una horrible pesadilla, le hizo sentir un temor incontrolable que casi le hace huir a toda prisa. Pero algo, había algo que lo ataba a ese bosque, más allá de querer encontrarla, le hacía continuar con todo aquello. Consiguió relajarse un mínimo y siguió explorando el lugar. Cada silla, o trono, o lo que quiera que fueran esos asientos, tenía tallado con letras de otro tiempo lo que parecían nombres.

«Séliru, Nombarya, Ághata, Munisathya…»

Nombrados en silencio, siguió leyendo, mientras cada nombre, al ser leído, generaba un profundo malestar en su interior.

«Zagerub, Kothul, Ura, Wonzhite», prosiguió hipnotizado.

«Prifua, Filiwa, Cassandra, Gramena», finalizó.

Una ráfaga de viento recorrió la sala. Las velas titilaron a punto de ceder y apagarse. Por momentos temió quedarse a oscuras. Cayó en que el aire había provenido de un extremo de la estancia, y sin dudarlo se dirigió hacia allí.

Bajo una trampilla de madera abierta de par en par, unas escaleras descendían perdiéndose en la penumbra.

«¿Qué hago? ¡Vuelve!»

            Escuchó ruidos fuera. No parecían de pequeños animales. Algo fuera, de un tamaño considerable, rondaba y bufaba. Podía sentir su enfado. Miró la puerta. Estaba cerrada. Agradeció en esos momentos que no hubiera ventanas en aquel lugar infernal. Encendió la linterna, que aguantaba de manera estoica, y bajó a toda prisa las escaleras cerrando tras de sí la trampilla sin saber si era o no una buena decisión quedarse sin la única salida con la que por ahora contaba.

El pasillo discurría estrecho bajo tierra. Las paredes desnudas permitían ver las raíces de los árboles a los que alimentaban arriba en la superficie. A medida que avanzaba, notaba más frio, el aire que respiraba era más puro.

            «Estoy cerca de la salida», se dijo emocionado tras unos minutos de camino.

Estaba en lo cierto, al poco ascendió por una rampa de pendiente ligera pero prolongada, hasta que llegó por fin de nuevo al bosque. La noche volvía a ser clara y ruidosa. Todo parecía haber vuelto a la normalidad. Tomó aire y sonrió aliviado. Oteó los alrededores. Otra vez las luces, de nuevo lo que parecían hogueras.

Debía de ser más de una, pues la luz irradiada era potente. Se alejó lo más que pudo de aquella fogatas, sin perderlas de vista, y con cautela se fue acercando a gatas, clavándose todo tipo de ramas en las palmas de las manos y las rodillas, hasta que llegó a un pequeño saliente rodeado de arbustos que le permitía permanecer oculto y observar con claridad lo que tenía delante de sí.

Encadenada a un árbol, desnuda, gimoteaba. Su rubia melena ondulada cubría sus preciosos senos. Apenas se movía. La cabeza gacha, hundida, sin terminar de creerse lo que le estaba ocurriendo.

Ahogó un grito de manera inconsciente. De no haber sido así, se hubiera delatado ante aquella jauría que tenía delante.

Frente a ella, contó doce personas, ataviadas con túnicas negras y con las caras cubiertas con máscaras de animales con cornamentas, fieles, como si hubieran vaciado el interior de las cabezas degolladas de los animales, y las hubieran reducido al tamaño exacto para que cupieran a la perfección en sus portadores. Distinguió un toro, un reno, ciervos, gacelas, muflones y bueyes. Primero, una figura esbelta, abandonó el semicírculo que formaba aquella docena de extraños individuos y se acercó con parsimonia hacia la joven desnuda ante la atenta mirada del resto. Murmullaban un cántico, apenas perceptible, monótono, en idioma desconocido para aquel joven aterrado que observaba el ritual desde lo alto del peñón. Bajó la cabeza tomando una posición de embestida, aceleró el paso y clavó el asta de toro en la joven. El grito desgarrador heló la sangre de Óliver, que observaba sin poder evitarlo, hechizado por el esperpento, paralizado por el miedo, el extraño ritual perpetrado ante él. La sangre manó de su muslo derecho. El toro retornó a su lugar en aquella escenografía, para dar turno al buey, que clavó su cornamenta en la clavícula, desencajándola al instante. Siguieron en orden, uno por uno, todos los integrantes de aquella ceremonia, agujereando el cuerpo de la joven, que ya a esas alturas se había convertido en un amasijo de carne color carmesí. Colgaba casi partida en dos de la cadena que la sostenía allí fijada, cuando lo que la gravedad dictaba era que cayera desplomada a la tierra roja y húmeda, empapada por la sangre de aquella desgraciada criatura.

Una vez todos los presentes hubieron cumplido con su parte, se quitaron los cascos que cubrían sus rostros. Al verlos sin máscara, el joven incauto, pues aún no sabía que su turno había de llegar, se sobrecogió aun más. Mujeres, ancianas, demacradas, arrugadas, asquerosas.

«Brujas…», gimoteó aterrorizado. Le vinieron a la cabeza sus nombres, los que había leído en la cabaña y un escalofrío le recorrió el cuerpo desde la punta de los pies hasta el último de los pelos de la cabeza.

Algunas con la cara desfigurada, todas con los ojos negros repletos de maldad, desbordantes de ira, de rencor y odio. Se retiró, reptando y se ocultó del todo tras los arbustos. Temblaba. En posición fetal intentó calmarse, al tiempo que las primeras lágrimas resbalaban por su mejilla. Se tapó la boca y lloró como un bebé, asustado, inconsolable. La noche se hizo más oscura de repente, se dio cuenta entre sollozos. Se arrastró de nuevo hacia la punta del saliente y vio que las hogueras ya no estaban. Las brujas tampoco. Sin estar del todo seguro, guiado por el instinto, bajó al claro donde colgaba aún la rubia mujer encadenada.

Todo transcurría como en sueños, sin percatarse de nada, sin fijarse en que era observado por doce mujeres malvadas, que sonreían de oreja a oreja, desfiguradas por el placer, desde la protección que les brindaba la oscuridad.

La sujetó cuando logró quitarle las cadenas. Estaba muerta sin duda, pensó. Se arrodilló y la abrazó entre lágrimas. Miró su cuerpo maltratado, vejado hasta límites inimaginables, y la besó en los labios. Estaba fría, no respiraba, ya no sangraba y el cuerpo se amorataba por segundos. La dejó con dulzura, allí tumbada, dispuesto a regresar para avisar de la tragedia, cuando unas risas escalofriantes resonaron por todo el bosque, unas voces que se acercaban, y con ellas, parecía, volvía la luz a aquel enclave maldito.

—¡Míralo!— gritaba una alterada, como poseída.

—¡Síííí! Es joven, le gustará— contestó otra que era la más gorda de todas.

Chillaron rebosantes de júbilo todas a la vez. Las carcajadas, lascivas, carcomían su corazón, arrebatándole cualquier mínimo deseo de valentía. Sus miradas se posaron en él, incapaz de reaccionar por el momento. Maliciosas, viciosas, sádicas. Una de ellas, con una agilidad inesperada, le agarró la cabeza, sin que le diera tiempo a reaccionar. Otra apareció más rápido aun y le sopló unos polvos en la nariz. El picor era tan intenso que lo noqueó, golpeándole la cabeza. No se dio cuenta de que otras tres de aquellas brujas entonaban una macabra melodía mientras gesticulaban con sus manos en dirección a él. Entre murmullos se alejaron, con sigilo, como huyendo. Le pareció oír a una de ellas: ya viene, ya está lista.

Se sintió erecto, en total plenitud. Fue a palparse para comprobarlo, pero no puedo moverse. Probó con otras partes de su cuerpo, imposible. Allí estaba boca arriba, tenso como un arco a punto se disparar y petrificado como una estatua.

«¡¿Que me han hecho?! Malditas», quiso gritar sin éxito.

Percibió un movimiento, una sombra que tapaba poco a poco la luz que tenía delante. A medida que se acercaba lo que fuera que venía hacia él, los cánticos sombríos aumentaban en intensidad. Primero pudo ver unas piernas de mujer, velludas, luego, la vagina, peluda, un abdomen fuerte, fibroso. Fuera lo que fuera, aquello era enorme. Aquella cosa se acuclilló y pudo ver cómo unas manos con dedos cubiertos de hojas, como si de ramas se tratase, terminadas en unas uñas largas y afiladas como cuchillos, aruñaban su ropa, desnudándolo de manera violenta.

—Móntalo, móntalo— gritaron las brujas fuera de sí.

«Esto tiene que ser una pesadilla.»

Cerró los ojos por un breve instante. Para cuando los volvió a abrir, lo tenía encima. Pechos pequeños, firmes, velludos también. Varias ramas brotaban de sus hombros cubriendo el cuello, deteniéndose en aquel rostro entre bovino y humano, coronado por las astas más grandes que había visto jamás. Sintió que desfallecía, pero estaba drogado, y todo él era un maniquí a merced de aquella bestia del infierno. Pudo oír su berrido diabólico de satisfacción al montarlo, pudo oír los gemidos oscuros de las doce brujas que lo rodeaban, extasiadas ante todo aquello. Vio también como aquel ser se levantaba, tras haberlo mancillado, y lo cogía del cuello como quien coge a una gallina por el pescuezo. Media tres metros de alto, calculó. Lo miró ya sin miedo, sabía que iba a morir. No había pena en aquella mirada, solo ira. Un odio visceral.

Notó cómo las afiladas uñas atravesaban su estómago en una fracción de segundo. Sintió brotar la sangre a borbotones, notó cómo se desprendían sus vísceras. Saboreó la vida por última vez y volvió a mirar a la criatura.

«¿Qué eres?», se preguntó.

—Soy el espíritu del bosque, humano.

«¿Por qué?», siguió preguntándose.

—Venganza, insignificante parásito.

«¿Venganza? ¿Venganza de qué? ¿Qué he hecho yo?»

—Destruirlo todo, tú y los tuyos.

Expulsó su último aliento de vida antes de caer al suelo sobre sus intestinos. Le pareció ver, antes de morir, cómo aquella cosa se dirigía allá donde estuvo encadenada su compañera y se transformaba en la enorme piedra que presidía aquel misterioso claro del bosque.

 

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