Colección Instagram Nº 10




Por el camino encontró de todo. Tras tantos días encerrado, atisbando la luz del sol a base de suposiciones, nada de lo que vio a su paso le sorprendió. O quizás sí. Eran muchas las esperanzas e ilusiones depositadas durante aquel tiempo estanco, en el momento en el que respirar volviera a ser como solía ser. El cielo azul, esplendoroso, envolvía como si de una pintura se tratase la realidad: irreverente, desbocada, deprimente, claustrofóbica. La libertad seguía sin ser tal, se sentía prisionero, atado de pies y manos.


Vio una cadena oxidada al final de la empinada cuesta. Colgaba sin ganas, como no queriendo estar, estando sin embargo escoltada por dos desvencijados carteles que indicaban que esos maltrechos eslabones delimitaban una propiedad privada. Valoró qué hacer. No estaba bien invadir lo ajeno, mal no estaba, pensó, sentarse bajo la sombra del árbol tras la cadena y disfrutar por poco fuera de ese lugar, de ese momento. Observó las hormigas, se entretuvo con ellas, intentando entender sus movimientos, su complejidad, pensando en las veces que las había aniquilado prescindiendo del juicio moral de si lo merecían, si sufrirían, si alguna otra echaría de menos a aquella que había sido aplastado por sus santos cojones.

Apareció un hombre tras la cadena. Parecía un buen hombre, de edad avanzada, bigote poblado, sombrero de campo, de esos que apenas ven ya los urbanitas. Colores llamativos, pensó, sin que ello rompiera el hechizo del que aquel hombre sin duda formaba parte. Le habló desde el otro lado de la frontera. No, no tengo perros, contestó respondiendo a su pregunta. Tan solo estoy disfrutando aquí sentado, bajo la sombra del árbol, son tantos días ya...Ya, sé que esto es propiedad privada, contestó ante la insistencia del hombre. Sí, ya me voy, no se preocupe. Vale, por allí sí puedo ir, es muy amable, gracias.

Siguió la senda indicada por el campesino, molesto por haber sido invitado a abandonar el pequeño oasis donde reposaba cuerpo y mente sin molestar a nada ni a nadie. Entre cañaverales, avanzó mustio, a cada paso más hastiado, pues a medida que recorría el sendero acotado por cañas y arbustos, la basura, de todo tipo, emergía por aquí y por allá, restando, contaminando, afeando, invadiendo. Fue tal el punto al que llegó su indignación que dio media vuelta.

En su cabeza, tras tantos días de encierro, tras ver videos y noticias sobre la naturaleza abriéndose camino, recuperando el terreno robado sin escrúpulos, imaginaba borrada la huella del daño humano, evaporada como por arte de magia. Cuán estúpido se sintió. Era lo que tenía vivir en una nebulosa durante tanto tiempo. Las consecuencias de la irrealidad, eran esas, la inconsistencia de los pensamientos, de los dogmas, de las certezas.

Anduvo, perdido en pensamientos, por la calzada libre de vehículos, calentado por el sol que golpeaba su nuca. Recordó las noticias, la crispación, la incomprensión, los insultos las mentiras, el rencor; de entre todo aquello, que le revolvía el estómago, apareció con nitidez la imagen de los chivatos de balcón. Esos que vigilan al prójimo porque son incapaces de observarse a sí mismos por vergüenza, por envidia, por pena o porque simplemente se dan asco y no son capaces de asumirlo. Pensó también en aquellos que piensan que esos hacen bien, y recordó, esta vez momentos más atrás en el tiempo, mucho más atrás, de cuando era un niño, vestía ropa raída y comía lo poco que le llegaba, lo que fuera. Hace mucho ya de eso, todo se repite, pensó. Y a su corazón llegaron a través del recuerdo el odio y la rabia, la pena y la desesperanza, pues pensar que todo volvía a repetirse, pensar que nada había cambiado tras tantos años, que éramos los mismos miserables, era muy triste.
Volver al momento en el que nos matábamos a tiros y señalábamos con el dedo al vecino para salvar nuestro pellejo hundiendo nuestra alma en un pozo profundo era del todo insoportable.

Llegó a casa apenado, hundido, sin hambre, pese al esfuerzo tras tantos días confinado entre cuatro paredes. Encendió la televisión, las noticias seguían allí: políticos, tertulianos. El enfrentamiento, el odio, el rencor, el «y tu más», el reproche... la manipulación... las dos Españas, las de siempre, las de otro tiempo, las que se enfrentaron, las que parecían haberse hermanado, las que no saben escucharse, las que no se pueden entender.

Asqueado, se levantó del sofá, abrió el armario donde guardaba su pasado. Pensaba que nunca volverían a verse, pensaba que todo había cambiado... Cargó la escopeta de caza, con dos cartuchos, estaba harto. Se sentó en una silla de madera en el patio iluminado por el sol que estaba en lo alto marcando en mediodía. Apoyó el cañón en la barbilla apuntando al cráneo desde abajo. No fallaría, lo había visto en numerosas ocasiones durante la guerra. Era sencillo.

«No pienso volver a lo mismo, no pienso», se dijo antes de apretar el gatillo y volarse los sesos.

                                                           **La vuelta**





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