Por el camino encontró de todo. Tras tantos días
encerrado, atisbando la luz del sol a base de suposiciones, nada de lo que vio
a su paso le sorprendió. O quizás sí. Eran muchas las esperanzas e ilusiones
depositadas durante aquel tiempo estanco,
en el momento en el que respirar volviera a ser como solía ser. El cielo azul,
esplendoroso, envolvía como si de una pintura se tratase la realidad:
irreverente, desbocada, deprimente, claustrofóbica. La libertad seguía sin ser
tal, se sentía prisionero, atado de pies y manos.
Vio una
cadena oxidada al final de la empinada cuesta. Colgaba sin ganas, como no
queriendo estar, estando sin embargo escoltada por dos desvencijados carteles
que indicaban que esos maltrechos eslabones delimitaban una
propiedad privada. Valoró qué hacer. No estaba bien invadir lo ajeno, mal no
estaba, pensó, sentarse bajo la sombra del árbol tras la cadena y disfrutar por
poco fuera de ese lugar, de ese momento. Observó las hormigas, se entretuvo con
ellas, intentando entender sus movimientos, su complejidad, pensando en las
veces que las había aniquilado prescindiendo del juicio moral de si lo
merecían, si sufrirían, si alguna otra echaría de menos a aquella que había
sido aplastado por sus santos cojones.
Apareció un hombre
tras la cadena. Parecía un buen hombre, de edad avanzada, bigote poblado,
sombrero de campo, de esos que apenas ven ya los urbanitas. Colores llamativos,
pensó, sin que ello rompiera el hechizo del que aquel hombre sin duda formaba
parte. Le habló desde el otro lado de la frontera. No, no tengo perros,
contestó respondiendo a su pregunta. Tan solo estoy disfrutando aquí sentado,
bajo la sombra del árbol, son tantos días ya...Ya, sé que esto es propiedad
privada, contestó ante la insistencia del hombre. Sí, ya me voy, no se
preocupe. Vale, por allí sí puedo ir, es muy amable, gracias.
Siguió la
senda indicada por el campesino, molesto por haber sido invitado a abandonar el
pequeño oasis donde reposaba cuerpo y mente sin molestar a nada ni a nadie.
Entre cañaverales, avanzó mustio, a cada paso más hastiado, pues a medida que
recorría el sendero acotado por cañas y arbustos, la basura, de todo tipo,
emergía por aquí y por allá, restando, contaminando, afeando, invadiendo. Fue
tal el punto al que llegó su indignación que dio media vuelta.
En su
cabeza, tras tantos días de encierro, tras ver videos y noticias sobre la
naturaleza abriéndose camino, recuperando el terreno robado sin escrúpulos,
imaginaba borrada la huella del daño humano, evaporada como por arte de magia.
Cuán estúpido se sintió. Era lo que tenía vivir en una nebulosa durante tanto
tiempo. Las consecuencias de la irrealidad, eran esas, la inconsistencia de los
pensamientos, de los dogmas, de las certezas.
Anduvo,
perdido en pensamientos, por la calzada libre de vehículos, calentado por el
sol que golpeaba su nuca. Recordó las noticias, la crispación, la
incomprensión, los insultos las mentiras, el rencor; de entre todo aquello, que
le revolvía el estómago, apareció con nitidez la imagen de los chivatos de
balcón. Esos que vigilan al prójimo porque son incapaces de observarse a sí
mismos por vergüenza, por envidia, por pena o porque simplemente se dan asco y
no son capaces de asumirlo. Pensó también en aquellos que piensan que esos
hacen bien, y recordó, esta vez momentos más atrás en el tiempo, mucho más
atrás, de cuando era un niño, vestía ropa raída y comía lo poco que le llegaba,
lo que fuera. Hace mucho ya de eso, todo se repite, pensó. Y a su corazón
llegaron a través del recuerdo el odio y la rabia, la pena y la desesperanza,
pues pensar que todo volvía a repetirse, pensar que nada había cambiado tras
tantos años, que éramos los mismos miserables, era muy triste.
Volver al
momento en el que nos matábamos a tiros y señalábamos con el dedo al vecino
para salvar nuestro pellejo hundiendo nuestra alma en un pozo profundo era del
todo insoportable.
Llegó a casa
apenado, hundido, sin hambre, pese al esfuerzo tras tantos días confinado entre
cuatro paredes. Encendió la televisión, las noticias seguían allí: políticos,
tertulianos. El enfrentamiento, el odio, el rencor, el «y tu más», el
reproche... la manipulación... las dos Españas, las de siempre, las de otro
tiempo, las que se enfrentaron, las que parecían haberse hermanado, las que no
saben escucharse, las que no se pueden entender.
Asqueado, se
levantó del sofá, abrió el armario donde guardaba su pasado. Pensaba que nunca
volverían a verse, pensaba que todo había cambiado... Cargó la escopeta de
caza, con dos cartuchos, estaba harto. Se sentó en una silla de madera en el
patio iluminado por el sol que estaba en lo alto marcando en mediodía. Apoyó el
cañón en la barbilla apuntando al cráneo desde abajo. No fallaría, lo había
visto en numerosas ocasiones durante la guerra. Era sencillo.
«No pienso
volver a lo mismo, no pienso», se dijo antes de apretar el gatillo y volarse
los sesos.
**La
vuelta**
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