El blog cambia de sitio

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EL CLARO

 


         

 

Al despertar, en mitad de la noche, estaba solo. Con cierta extrañeza, pues no entendía a dónde podía haber ido Sonia a aquellas horas de la madrugada, se incorporó y abrió la cremallera de la tienda. Asomó la cabeza, hacía un frío polar. Miró alrededor del pequeño campamento: ni rastro de ella.

«Qué raro...»

Se abrigó a toda velocidad, nervioso, y salió al exterior. Noche fría, pero en calma, apenas se escuchaba el viento atravesar la arboleda donde se hallaba. Encendió la linterna y buscó cerca, esperando encontrarla, deseando que tan solo hubiera ido a orinar. Era invierno y pocos se atrevían a hacer noche en el monte. El lugar estaba desierto, no había nadie en aquel valle enconado entre montañas. Lejos de cualquier pueblo cercano, perdidos en medio de la nada, tampoco recordaba haberse cruzado con coche alguno por el camino desde que dejaron atrás el diminuto pueblo que daba nombre a aquel lago remoto.

Preocupado, empezó a llamarla. Primero tímido, a medida que ampliaba el radio de búsqueda sin obtener resultados, su llamada ganó en decibelios. La respiración, agitada, no le dejaba concentrarse del todo. El vaho que salía por su boca por momentos le nublaba la visión, haciéndole trastabillar en alguna ocasión.

«¿Dónde estás?», se dijo angustiado.

Oyó algo, en la lejanía, leve. No supo identificar qué era. Volvió en dirección a la tienda. Deshizo sus pasos guiado por la luz de la linterna, apuntando en todas las direcciones y llamándola, esta vez de nuevo en susurros. Aquel ruido lejano le había traído a la cabeza la suposición de que quizás no estaban solos en aquel lugar, y de ahí pocas hipótesis tranquilizadoras podía sacar en aquel momento.

A distancia de allí, volvió a escuchar ruido. Voces, esta vez identificadas con claridad. Diríase que reconocía cierta algarabía en ellas. Se concentró, buscando el lugar exacto de donde provenían.

«Vienen del otro lado del lago.»

Se dirigió a la orilla y comprobó que, efectivamente, al otro lado había gente. Percibía luz, hogueras, e incluso cánticos, ahora sí, de manera clara.

«¿Sonia estará allí?»

Suponiendo que la única respuesta a su pregunta era que sí, tomó la pequeña barcaza que tenía preparada para pescar a la mañana siguiente, y se adentró en el lago iluminado por la luna llena, que por fin asomaba tras las nubes, haciendo innecesario el uso de la linterna.

Remaba en silencio, con habilidad. No quería que le descubrieran. No sabía qué iba a encontrarse allí. A medida que se acercaba a la otra orilla, se hizo el silencio allá donde debía desembarcar. No se había percatado de esto, hasta que el sonido de las palas al chocar contra el agua se convirtió en lo único que se podía detectar en la noche. Sin señales de la fauna nocturna, del suave susurro de las copas de los árboles, ni un solo chapoteo a su alrededor. Solo silencio, absoluto y terrorífico silencio.

Con más sigilo aún, recorrió el último tramo del trayecto, hasta que llegó a su incierto destino. Al pisar sobre terreno firme, una densa neblina comenzó a cubrirlo todo. Bajaba desde el bosque que se formaba sobre la pequeña loma que tenía ante sí. Desperdigada por todos los rincones del solitario paraje, la bruma, hacía imposible vislumbrar lo que uno tenía delante más allá de escasos tres metros.

Con una valentía que desconocía poseer, se internó en la niebla, adentrándose en el bosque tras la colina. El silencio, abrumador, era desconcertante. Quería gritar para comprobar que no se había quedado sordo, pero algo en su interior le decía que la búsqueda en la que se hallaba no era de esas de dar alaridos con el nombre del desaparecido, pues algo maligno acechaba en la noche, entre la densa bruma, entre la arboleda, bajo la luna que ahora había desaparecido bajo aquel manto gris.

Encendió de nuevo la linterna y, a tientas, avanzó como pudo, apoyándose en los troncos de los abedules que predominaban entre otros de su especie, fijándose bien en no tropezar con ramas caídas en el suelo.

«A este ritmo si encuentro a Sonia será un milagro. ¿Por dónde voy? No escucho nada… ¿Dónde están esas luces que vi desde el otro lado? Esas voces… desaparecidas…»

El miedo volvió como ese vicio insano que nunca te abandona, que late calmado, imperceptible, siempre presente, al acecho, esperando tu debilidad, sabiendo que llegará su momento.

«No pienses, no flaquees. Ahora ya es mejor seguir que volver. Afróntalo.»

El cansancio le empezaba a pesar. La razón le empezaba a fallar y todo empezaba a carecer de sentido, vagaba sin más, y ya ni si quiera pensaba en el objetivo de encontrarla, tan solo deambulaba, agotando su escasa energía. Aun así, en una de sus paradas para tomar algo de aliento, a su derecha percibió lo que parecía un sendero por donde la niebla no era tan espesa. Lo siguió de manera inconsciente, corroborando que por aquel camino la visibilidad mejoraba notablemente. El camino serpenteaba por el bosque como si alguien diluyera las nubes a su paso, permitiéndole avanzar con ligereza y con un mínimo de esperanza.

Divisó en lo que parecía el final del camino una cabaña. La observó desde la distancia con recelo. Algo extraño emanaba de aquella solitaria edificación. Era de planta circular, con paredes de piedra y puerta de hierro. El techo estaba formado por un denso follaje, del que sobresalía una chimenea bastante alta. Ensimismado en su descubrimiento, no se había percatado de que el bosque había cobrado vida de nuevo a través de los sonidos de sus habitantes: pequeños animales escurridizos, hojas bailando empujadas por el viento, algún que otro lejano bramido…

            «No me queda otra que entrar en esta cabaña.»

            No tocó en la puerta. No era una casa donde se sintiera bienvenido. De hacer algo allí, de ocurrir algo entre esas paredes, lo que tuviera que pasar pasaría sin previo aviso.

            «Si es que no me están esperando…»

            El corazón se le aceleró. Con la respiración entrecortada y los músculos rígidos giró el pomo de la puerta con absoluta delicadeza. Costó más de lo que pensaba empujarla, llegando a pensar por momentos que estaría cerrada de algún modo que desconocía, ya que no había cerradura.

            El olor de la casa era nauseabundo. Amagó con vomitar. No había ventanas, como había sospechado. Todo formaba una única estancia. Unas sillas de madera, parecidas a tronos, formaban un círculo en el centro de aquel lugar. De madera oscura, talladas, de cortes rectos.

            «Esto debe tener años y años»

Intentó mover una mientras observaba. Imposible. Las rodeó y se introdujo en el círculo que formaban. Allí, en medio de esos tronos, atisbó por primera vez donde podía hallarse.

«Brujería…»

El suelo estaba cubierto por símbolos de todo tipo, donde destacaba una enorme estrella de ocho puntas. El estómago le indicó que volvía a tener miedo. Darse cuenta de que podía estar metido en algo que escapaba a su entendimiento, de que algo que jamás se había planteado que pudiera existir estuviese allí, delante de él, materializándose como una horrible pesadilla, le hizo sentir un temor incontrolable que casi le hace huir a toda prisa. Pero algo, había algo que lo ataba a ese bosque, más allá de querer encontrarla, le hacía continuar con todo aquello. Consiguió relajarse un mínimo y siguió explorando el lugar. Cada silla, o trono, o lo que quiera que fueran esos asientos, tenía tallado con letras de otro tiempo lo que parecían nombres.

«Séliru, Nombarya, Ághata, Munisathya…»

Nombrados en silencio, siguió leyendo, mientras cada nombre, al ser leído, generaba un profundo malestar en su interior.

«Zagerub, Kothul, Ura, Wonzhite», prosiguió hipnotizado.

«Prifua, Filiwa, Cassandra, Gramena», finalizó.

Una ráfaga de viento recorrió la sala. Las velas titilaron a punto de ceder y apagarse. Por momentos temió quedarse a oscuras. Cayó en que el aire había provenido de un extremo de la estancia, y sin dudarlo se dirigió hacia allí.

Bajo una trampilla de madera abierta de par en par, unas escaleras descendían perdiéndose en la penumbra.

«¿Qué hago? ¡Vuelve!»

            Escuchó ruidos fuera. No parecían de pequeños animales. Algo fuera, de un tamaño considerable, rondaba y bufaba. Podía sentir su enfado. Miró la puerta. Estaba cerrada. Agradeció en esos momentos que no hubiera ventanas en aquel lugar infernal. Encendió la linterna, que aguantaba de manera estoica, y bajó a toda prisa las escaleras cerrando tras de sí la trampilla sin saber si era o no una buena decisión quedarse sin la única salida con la que por ahora contaba.

El pasillo discurría estrecho bajo tierra. Las paredes desnudas permitían ver las raíces de los árboles a los que alimentaban arriba en la superficie. A medida que avanzaba, notaba más frio, el aire que respiraba era más puro.

            «Estoy cerca de la salida», se dijo emocionado tras unos minutos de camino.

Estaba en lo cierto, al poco ascendió por una rampa de pendiente ligera pero prolongada, hasta que llegó por fin de nuevo al bosque. La noche volvía a ser clara y ruidosa. Todo parecía haber vuelto a la normalidad. Tomó aire y sonrió aliviado. Oteó los alrededores. Otra vez las luces, de nuevo lo que parecían hogueras.

Debía de ser más de una, pues la luz irradiada era potente. Se alejó lo más que pudo de aquella fogatas, sin perderlas de vista, y con cautela se fue acercando a gatas, clavándose todo tipo de ramas en las palmas de las manos y las rodillas, hasta que llegó a un pequeño saliente rodeado de arbustos que le permitía permanecer oculto y observar con claridad lo que tenía delante de sí.

Encadenada a un árbol, desnuda, gimoteaba. Su rubia melena ondulada cubría sus preciosos senos. Apenas se movía. La cabeza gacha, hundida, sin terminar de creerse lo que le estaba ocurriendo.

Ahogó un grito de manera inconsciente. De no haber sido así, se hubiera delatado ante aquella jauría que tenía delante.

Frente a ella, contó doce personas, ataviadas con túnicas negras y con las caras cubiertas con máscaras de animales con cornamentas, fieles, como si hubieran vaciado el interior de las cabezas degolladas de los animales, y las hubieran reducido al tamaño exacto para que cupieran a la perfección en sus portadores. Distinguió un toro, un reno, ciervos, gacelas, muflones y bueyes. Primero, una figura esbelta, abandonó el semicírculo que formaba aquella docena de extraños individuos y se acercó con parsimonia hacia la joven desnuda ante la atenta mirada del resto. Murmullaban un cántico, apenas perceptible, monótono, en idioma desconocido para aquel joven aterrado que observaba el ritual desde lo alto del peñón. Bajó la cabeza tomando una posición de embestida, aceleró el paso y clavó el asta de toro en la joven. El grito desgarrador heló la sangre de Óliver, que observaba sin poder evitarlo, hechizado por el esperpento, paralizado por el miedo, el extraño ritual perpetrado ante él. La sangre manó de su muslo derecho. El toro retornó a su lugar en aquella escenografía, para dar turno al buey, que clavó su cornamenta en la clavícula, desencajándola al instante. Siguieron en orden, uno por uno, todos los integrantes de aquella ceremonia, agujereando el cuerpo de la joven, que ya a esas alturas se había convertido en un amasijo de carne color carmesí. Colgaba casi partida en dos de la cadena que la sostenía allí fijada, cuando lo que la gravedad dictaba era que cayera desplomada a la tierra roja y húmeda, empapada por la sangre de aquella desgraciada criatura.

Una vez todos los presentes hubieron cumplido con su parte, se quitaron los cascos que cubrían sus rostros. Al verlos sin máscara, el joven incauto, pues aún no sabía que su turno había de llegar, se sobrecogió aun más. Mujeres, ancianas, demacradas, arrugadas, asquerosas.

«Brujas…», gimoteó aterrorizado. Le vinieron a la cabeza sus nombres, los que había leído en la cabaña y un escalofrío le recorrió el cuerpo desde la punta de los pies hasta el último de los pelos de la cabeza.

Algunas con la cara desfigurada, todas con los ojos negros repletos de maldad, desbordantes de ira, de rencor y odio. Se retiró, reptando y se ocultó del todo tras los arbustos. Temblaba. En posición fetal intentó calmarse, al tiempo que las primeras lágrimas resbalaban por su mejilla. Se tapó la boca y lloró como un bebé, asustado, inconsolable. La noche se hizo más oscura de repente, se dio cuenta entre sollozos. Se arrastró de nuevo hacia la punta del saliente y vio que las hogueras ya no estaban. Las brujas tampoco. Sin estar del todo seguro, guiado por el instinto, bajó al claro donde colgaba aún la rubia mujer encadenada.

Todo transcurría como en sueños, sin percatarse de nada, sin fijarse en que era observado por doce mujeres malvadas, que sonreían de oreja a oreja, desfiguradas por el placer, desde la protección que les brindaba la oscuridad.

La sujetó cuando logró quitarle las cadenas. Estaba muerta sin duda, pensó. Se arrodilló y la abrazó entre lágrimas. Miró su cuerpo maltratado, vejado hasta límites inimaginables, y la besó en los labios. Estaba fría, no respiraba, ya no sangraba y el cuerpo se amorataba por segundos. La dejó con dulzura, allí tumbada, dispuesto a regresar para avisar de la tragedia, cuando unas risas escalofriantes resonaron por todo el bosque, unas voces que se acercaban, y con ellas, parecía, volvía la luz a aquel enclave maldito.

—¡Míralo!— gritaba una alterada, como poseída.

—¡Síííí! Es joven, le gustará— contestó otra que era la más gorda de todas.

Chillaron rebosantes de júbilo todas a la vez. Las carcajadas, lascivas, carcomían su corazón, arrebatándole cualquier mínimo deseo de valentía. Sus miradas se posaron en él, incapaz de reaccionar por el momento. Maliciosas, viciosas, sádicas. Una de ellas, con una agilidad inesperada, le agarró la cabeza, sin que le diera tiempo a reaccionar. Otra apareció más rápido aun y le sopló unos polvos en la nariz. El picor era tan intenso que lo noqueó, golpeándole la cabeza. No se dio cuenta de que otras tres de aquellas brujas entonaban una macabra melodía mientras gesticulaban con sus manos en dirección a él. Entre murmullos se alejaron, con sigilo, como huyendo. Le pareció oír a una de ellas: ya viene, ya está lista.

Se sintió erecto, en total plenitud. Fue a palparse para comprobarlo, pero no puedo moverse. Probó con otras partes de su cuerpo, imposible. Allí estaba boca arriba, tenso como un arco a punto se disparar y petrificado como una estatua.

«¡¿Que me han hecho?! Malditas», quiso gritar sin éxito.

Percibió un movimiento, una sombra que tapaba poco a poco la luz que tenía delante. A medida que se acercaba lo que fuera que venía hacia él, los cánticos sombríos aumentaban en intensidad. Primero pudo ver unas piernas de mujer, velludas, luego, la vagina, peluda, un abdomen fuerte, fibroso. Fuera lo que fuera, aquello era enorme. Aquella cosa se acuclilló y pudo ver cómo unas manos con dedos cubiertos de hojas, como si de ramas se tratase, terminadas en unas uñas largas y afiladas como cuchillos, aruñaban su ropa, desnudándolo de manera violenta.

—Móntalo, móntalo— gritaron las brujas fuera de sí.

«Esto tiene que ser una pesadilla.»

Cerró los ojos por un breve instante. Para cuando los volvió a abrir, lo tenía encima. Pechos pequeños, firmes, velludos también. Varias ramas brotaban de sus hombros cubriendo el cuello, deteniéndose en aquel rostro entre bovino y humano, coronado por las astas más grandes que había visto jamás. Sintió que desfallecía, pero estaba drogado, y todo él era un maniquí a merced de aquella bestia del infierno. Pudo oír su berrido diabólico de satisfacción al montarlo, pudo oír los gemidos oscuros de las doce brujas que lo rodeaban, extasiadas ante todo aquello. Vio también como aquel ser se levantaba, tras haberlo mancillado, y lo cogía del cuello como quien coge a una gallina por el pescuezo. Media tres metros de alto, calculó. Lo miró ya sin miedo, sabía que iba a morir. No había pena en aquella mirada, solo ira. Un odio visceral.

Notó cómo las afiladas uñas atravesaban su estómago en una fracción de segundo. Sintió brotar la sangre a borbotones, notó cómo se desprendían sus vísceras. Saboreó la vida por última vez y volvió a mirar a la criatura.

«¿Qué eres?», se preguntó.

—Soy el espíritu del bosque, humano.

«¿Por qué?», siguió preguntándose.

—Venganza, insignificante parásito.

«¿Venganza? ¿Venganza de qué? ¿Qué he hecho yo?»

—Destruirlo todo, tú y los tuyos.

Expulsó su último aliento de vida antes de caer al suelo sobre sus intestinos. Le pareció ver, antes de morir, cómo aquella cosa se dirigía allá donde estuvo encadenada su compañera y se transformaba en la enorme piedra que presidía aquel misterioso claro del bosque.

 

Colección Instagram Nº 10




Por el camino encontró de todo. Tras tantos días encerrado, atisbando la luz del sol a base de suposiciones, nada de lo que vio a su paso le sorprendió. O quizás sí. Eran muchas las esperanzas e ilusiones depositadas durante aquel tiempo estanco, en el momento en el que respirar volviera a ser como solía ser. El cielo azul, esplendoroso, envolvía como si de una pintura se tratase la realidad: irreverente, desbocada, deprimente, claustrofóbica. La libertad seguía sin ser tal, se sentía prisionero, atado de pies y manos.


Vio una cadena oxidada al final de la empinada cuesta. Colgaba sin ganas, como no queriendo estar, estando sin embargo escoltada por dos desvencijados carteles que indicaban que esos maltrechos eslabones delimitaban una propiedad privada. Valoró qué hacer. No estaba bien invadir lo ajeno, mal no estaba, pensó, sentarse bajo la sombra del árbol tras la cadena y disfrutar por poco fuera de ese lugar, de ese momento. Observó las hormigas, se entretuvo con ellas, intentando entender sus movimientos, su complejidad, pensando en las veces que las había aniquilado prescindiendo del juicio moral de si lo merecían, si sufrirían, si alguna otra echaría de menos a aquella que había sido aplastado por sus santos cojones.

Apareció un hombre tras la cadena. Parecía un buen hombre, de edad avanzada, bigote poblado, sombrero de campo, de esos que apenas ven ya los urbanitas. Colores llamativos, pensó, sin que ello rompiera el hechizo del que aquel hombre sin duda formaba parte. Le habló desde el otro lado de la frontera. No, no tengo perros, contestó respondiendo a su pregunta. Tan solo estoy disfrutando aquí sentado, bajo la sombra del árbol, son tantos días ya...Ya, sé que esto es propiedad privada, contestó ante la insistencia del hombre. Sí, ya me voy, no se preocupe. Vale, por allí sí puedo ir, es muy amable, gracias.

Siguió la senda indicada por el campesino, molesto por haber sido invitado a abandonar el pequeño oasis donde reposaba cuerpo y mente sin molestar a nada ni a nadie. Entre cañaverales, avanzó mustio, a cada paso más hastiado, pues a medida que recorría el sendero acotado por cañas y arbustos, la basura, de todo tipo, emergía por aquí y por allá, restando, contaminando, afeando, invadiendo. Fue tal el punto al que llegó su indignación que dio media vuelta.

En su cabeza, tras tantos días de encierro, tras ver videos y noticias sobre la naturaleza abriéndose camino, recuperando el terreno robado sin escrúpulos, imaginaba borrada la huella del daño humano, evaporada como por arte de magia. Cuán estúpido se sintió. Era lo que tenía vivir en una nebulosa durante tanto tiempo. Las consecuencias de la irrealidad, eran esas, la inconsistencia de los pensamientos, de los dogmas, de las certezas.

Anduvo, perdido en pensamientos, por la calzada libre de vehículos, calentado por el sol que golpeaba su nuca. Recordó las noticias, la crispación, la incomprensión, los insultos las mentiras, el rencor; de entre todo aquello, que le revolvía el estómago, apareció con nitidez la imagen de los chivatos de balcón. Esos que vigilan al prójimo porque son incapaces de observarse a sí mismos por vergüenza, por envidia, por pena o porque simplemente se dan asco y no son capaces de asumirlo. Pensó también en aquellos que piensan que esos hacen bien, y recordó, esta vez momentos más atrás en el tiempo, mucho más atrás, de cuando era un niño, vestía ropa raída y comía lo poco que le llegaba, lo que fuera. Hace mucho ya de eso, todo se repite, pensó. Y a su corazón llegaron a través del recuerdo el odio y la rabia, la pena y la desesperanza, pues pensar que todo volvía a repetirse, pensar que nada había cambiado tras tantos años, que éramos los mismos miserables, era muy triste.
Volver al momento en el que nos matábamos a tiros y señalábamos con el dedo al vecino para salvar nuestro pellejo hundiendo nuestra alma en un pozo profundo era del todo insoportable.

Llegó a casa apenado, hundido, sin hambre, pese al esfuerzo tras tantos días confinado entre cuatro paredes. Encendió la televisión, las noticias seguían allí: políticos, tertulianos. El enfrentamiento, el odio, el rencor, el «y tu más», el reproche... la manipulación... las dos Españas, las de siempre, las de otro tiempo, las que se enfrentaron, las que parecían haberse hermanado, las que no saben escucharse, las que no se pueden entender.

Asqueado, se levantó del sofá, abrió el armario donde guardaba su pasado. Pensaba que nunca volverían a verse, pensaba que todo había cambiado... Cargó la escopeta de caza, con dos cartuchos, estaba harto. Se sentó en una silla de madera en el patio iluminado por el sol que estaba en lo alto marcando en mediodía. Apoyó el cañón en la barbilla apuntando al cráneo desde abajo. No fallaría, lo había visto en numerosas ocasiones durante la guerra. Era sencillo.

«No pienso volver a lo mismo, no pienso», se dijo antes de apretar el gatillo y volarse los sesos.

                                                           **La vuelta**





Colección Instagram Nº 9



Estaba solo, allí sentado. La mente en blanco, intentando no pensar. Cualquier cosa que le viniera a la cabeza podía relacionarlo con ella, absolutamente todo. Aquel sitio, ella,  lugares a kilómetros de distancia, ella, sabores,  ella, olores, su pelo, flores, su suave piel. Risas, su boca, alegría, ella....
El aire, cálido para el momento del año en el que se encontraba, atrajo hacia el solitario hombre, unas hojas de abedules que chocaron contra sus descuidados zapatos haciéndolo despertar de su triste letargo. 
Quería irse, acabar con el sufrimiento que le invadía desde hacía años, terminar con el vacío que lo llenaba desde que ella se fue. De repente, sin avisar. Muerta, sobre la cama. Desplomada. Un infarto letal. 
Había buscado refugio, calor, fuerzas para volver a empezar. Lo había probado todo sin éxito. Era incapaz. En aquel fatídico lunes, donde su vida terminó,  donde fue despojado de toda ilusión por seguir adelante, permanecía anclado sin poder reaccionar.  Destinado a vagar cabizbajo, deprimido,  angustiado por no tener el coraje para tirarse por un puente y volver con ella, volvía una y otra vez al lugar donde ella le había dicho por primera vez que le quería, esperando de algún modo que  estuviese allí. 
 Desde lo alto de ese banco,  día tras día,  ella lo observaba. Se sentía desesperada, frustrada, no lograba que sus mensajes fueran interpretados. Volvía a morir cada vez que lo veía allí sentado,  bajo su mirada, apagado, marchito, irreconocible.  Quería despedirse y no quería irse sin hacerlo, pero ese día, al fin entendió,  que nunca la oiría, que nunca la sentiría, y que por muchas hojas que llevara a sus pies, nada cambiaría. Era  hora de abandonar aquel limbo donde se hallaba, se dijo, y cruzar hacia el otro lado junto a los muertos,  a donde pertenecía,  y a donde se había resistido a partir sin despedirse de su amado. 
El hombre, calvo y grande, de nariz chata, sintió una ráfaga fría de viento en aquel cálido día. Se estremeció.  
« ¿Será ella?», se preguntó. 
Esbozó una sonrisa escueta,  miró alrededor, apartó las hojas que se habían arremolinado sobre sus pies, y mientras se levantaba, se prometió que jamás volvería a aquel lugar. 

                        ***********El Banco***************


Colección Instagram N° 8

      Había vuelto. Lo sabía.

Primero apareció en sueños, a cuenta gotas, sin relevancia. Se presentaba agazapado en las esquinas, tras los árboles, escondido entre la multitud de manera sutil.

Con el paso de los días empezó a cobrar protagonismo durante la noche, siendo parte importante de sus ensoñaciones; se manifestaba oculto tras personas que creía conocer: su profesor, su madre, el hombre del quiosco o la camarera de la cafetería del barrio.

Más tarde empezó a presentarse de forma espontánea durante el día en su vida cotidiana:  Reflejado en la puerta de la nevera del supermercado , al fondo del pasillo del baño del centro comercial oculto entre las sombras , sentado en el sillón esperándolo al abrir la puerta de casa, en el sillón trasero del coche acompañándolo en cada viaje.

Sabía lo que le esperaba. Ya lo había vivido muchos años atrás y casi acaba con su vida.

Sucedió de noche, mientras dormía. Un frío letal cubrió todo su cuerpo. Una sensación indescriptible de hinchazón generalizada le despertó de golpe. Su cerebro, abotargado, desfalleció quedando en segundo plano viendo como aquel demonio se hacía cargo de la situación.

        — Hola, ya estoy aquí de nuevo— le dijo con voz gutural— esta vez ni los curas te van a salvar .Nadie huye de mí.

Su cuerpo comenzó a convulsionar, levantándolo incluso de la cama. Notaba la presión interna que ejercía aquella criatura para intentar partirlo en dos.

Su cuello apenas podía resistir el empuje.

De pronto voló hasta el techo estampándose contra él una y otra vez. Sangraba por todas partes.

         «Madre....»

        — ¡Muere, muere! —gritaba a su mente aquel ser incorpóreo.

Los dedos de las manos fueron partiéndose uno a uno como un dominó.

Oía su malvada risa en cada grito que profería.

          « ¿Por qué  yo ?», se decía mientras los dedos de los pies empezaban también a retorcerse en cadena.

Cayó inconsciente para luego despertar.

Veía la cama desde cierta altura, estaba boca abajo con la cabeza en dirección al suelo. Impulsado, a una velocidad descomunal lo último que vio antes de morir fue el suelo acercándose más y más hasta estrellarse contra él.

La amalgama de carne, huesos y sangre de aquel desafortunado que dejó Tatat, un demonio de más de 3.000 años de antigüedad, con miles de almas devoradas en su haber, convertiría en el transcurso de las investigaciones de lo allí sucedido, en imposible, la tarea de intentar reconocer a la víctima de forma visual, dejando grabado para siempre el horror de aquella escena del crimen, jamás resuelto, a los policías que a ella acudieron.

                                           *Posesión*


Colección Instagram Nº 7




Salió a flote entre los restos del naufragio. Tomó aire entre jadeos, observando incrédulo la situación. Las olas le exigían con cada acometida, manteniéndose como podía en la superficie mientras buscaba algo a lo que agarrarse. Por su derecha pasó un tablón de madera, posiblemente un resto de la  cubierta de la carabela, pues de un recto perfecto era, y se lanzó desesperado a por él. 

Con apoyo para la flotabilidad  pudo relajarse, por poco que fuera, y concentrarse en salir de aquel entuerto. Divisó la costa: lejos, pero no tanto. 

«Quizás pueda llegar» 

No oía a nadie solicitando ayuda. Tampoco divisaba el casco del barco. 

«Debe de haberse hundido ya! Qué rapidez!» 

Extrañado volvió a fijarse en la costa. Nadó sin prisas, con seguridad,  realizando un gran esfuerzo contra la corriente, que no quería dejarle marchar de allí.  Lo que parecía posible, tras minutos de lento y arduo  avance, tomó un cariz preocupante. Las fuerzas empezaban a fallar, y con ella la moral, que tras cada embestida del mar menguaba sin freno haciéndole perder toda esperanza de sobrevivir a aquella tragedia de la que no recordaba nada en absoluto. 

Le vinieron a la mente,  en acertado momento las palabras de su padre cuando de joven, presa del agotamiento, desfallecía por momentos mientras trataba de sacar del barro el carruaje atrapado , con parte de la cosecha,  camino del mercado donde habían de sacar rédito al trabajo del año : ! Lucha, Lucha! 

Y luchó. Avanzó con todo lo que le quedaba, ganando cada escaramuza,  venciendo a cada ola, aguantando los tirones de la corriente por llevárselo con ella para no volver jamás.  

Agotado, al fin, llegó a la orilla. Se tumbó sobre la arena negra de aquella playa y rompió a llorar. 

Sin tiempo aún para pensar en los siguientes pasos que había de dar, pues nada entendía de lo sucedido, un extraño sonido le hizo reaccionar. 

« ¿Qué ha sido eso?» 

Miró alrededor. Se fijó en una extraña estructura que se encontraba al final de la playa. Había anochecido,  no se había percatado hasta ese preciso momento. Con las pocas fuerzas que le quedaban fue en esa dirección. 

A medida que se acercaba, el sonido, irreconocible en parte para aquel hombre,  sonaba más alto. 

« ¿Es música?»

Desorientado siguió acercándose cuando un destello de luz lo cegó por completo.  

— ¿Quien anda ahí? 

Se paró deslumbrado por la luz de la linterna que apuntaba a su cara. Se tapó el rostro. 

—Segismundo, Segismundo Torres señor.

— ¿Qué se te ha perdido por aquí?— preguntó con el mismo tono entre la agresividad y la sorpresa, a la vez que bajaba la luz de la linterna. 

El náufrago, con la visión en parte recuperada, visualizó a su interlocutor de pie. Vestía un atuendo muy raro, el perturbador sonido, pudo apreciar, salía de una caja cuadrada situada al lado de aquel joven de pelo largo separado en pequeñas coletas. 

Estupefacto, se quedó allí parado sin saber qué hacer. 

— ¿Se encuentra usted bien señor? 
— La verdad es que no— respondió con sinceridad, aturdido por completo — Para nada me encuentro yo bien, pues nadando vengo desde allí dentro. Mi navío ha naufragado  y no recuerdo nada de todo lo sucedido.  Tan solo sé  que estoy aquí, que estoy vivo, o eso creo al menos. 
— ¿Qué barco? Llevo aquí toda la tarde y no he visto nada. ¿Una lancha? ¿Un yate? 
— Tengo frío,  mucho frío- dijo tiritando— ¿Tiene usted algo con lo que abrigarme? 

El joven se quitó la chaqueta y se la dio sin salir de su asombro. Se percató de que aquel hombre,  que aseguraba ser un superviviente de un naufragio,  no paraba de mirar, sin descanso, a su altavoz bluetooth. 

— ¿Apago la música? ¿Le molesta? 
— ¿Qué  es eso? ¿Qué tipo de instrumento es? 
— ¿Perdón? 
— Eso, eso, ese horrible sonido. Me perturba. Por cierto, ¿A qué región del reino he ido a parar? 
— ¿Reino ?— preguntó sin creer lo que estaba viviendo. 
— Si, del reino de Castilla vengo, aunque usted bien raro habla. Desconozco ese acento y mire que en la mar de todos lados he conocido marineros.  
—Está usted bastante desorientado caballero, debería descansar. Váyase a casa, será mejor. 
—Tiene usted razón joven mozo, ¿le importa si me quedo por aquí? Prometo no molestar. 
— Usted mismo.  

Segismundo quedó dormido en segundos sobre la fría arena. Cuando despertó,  ascendía a toda velocidad desde las  profundidades, conteniendo la respiración, creyendo que sus pulmones estallarían  en  cualquier momento. Salió a flote entre los restos del naufragio. Tomó aire entre jadeos, observando incrédulo la situación....

                                                     *El Naufragio*


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